27 de febrero de 2019

No deberíamos








1. Se dice. Se falla.

La niña está en peligro, dice el juez.
Y dice que la va a poner a resguardo en casa de la abuela. Y falla.
Y falla.

La niña ha atravesado el peligro, dicen los médicos de atención primaria. Y dicen que la van a derivar para que quede a resguardo.
Y fallan.

En el hospital la niña dice pide suplica que le saquen de encima las huellas del viejo. Pero nadie la escucha. Llora. Llora todo el día, dicen los que la escuchan de lejos.

En medio de todo hay una fiscala que investiga y otra que fiscaliza a los médicos para que no se equivoquen no vaya a ser cosa que se equivoquen y terminen equivocándose y pagando en su fiscalía alguna cosa que no vaya a ser que pase porque si no capaz que terminan pagando algo. De onda, fiscaliza.

Los médicos se lavan y se lavan y se lavan las manos, pero no se ponen los guantes.
Llaman a su jefe.

2. Cincuenta quilos.

El jefe pesa a la niña y dice que hay carne suficiente como para aguantar el parto. Y yo me lo imagino colgándola de los pies en la balanza de lata, como cuando mi abuelo Dante pesaba los pollos y los lechones vivos antes de las fiestas. Y poniendo la misma cara de satisfacción que ponía el abuelo cuando la aguja le avisaba que había carne suficiente.

El arzobispo dice que la carne es pecado. Pero habla de salvar las carnes y no dice nada acerca del pecado sobre esa pobre carne pobre pobre y parasitada de pecado que cuelga de la balanza de lata, cabeza abajo.

Porque la cosa es que la niña es pobre. Y cuando uno es pobre a los ojos del otro es menos persona y más carne. Cuando uno es pobre a los ojos del otro importa más la carne que el pecado que la parasita y la consume y le arranca ese llanto que le sale de lo hondo, de bien abajo, de un lugar que parece que queda adentro de uno pero que viene de más allá de la carne y la pincha y la atraviesa y termina goteando de los ojos que miran el piso porque la carne viva se pesa colgando de la balanza de lata cabeza abajo y esa cabeza no tiene cielo, sino suelo.

3. La niña y la niña.

Mi hija es una niña de la misma edad de la niña.
Nosotras somos un poco o bastante menos pobres y por eso mismo un poco o bastante menos carne.

Pero qué miedo, lo carne (poco o bastante) que somos. Porque a la hora de los bifes para nosotras tampoco hay Interrupción Legal del Embarazo. La niña y la niña tienen desgarantizado del mismo modo el mismo derecho en un sistema con la fiscala de onda y los médicos con sus lavatorios y el Secretario balanza de lata y el Arzobispo con guasáp que llama a sus huestes a cuidar la carne porque no vaya a ser cosa que quiera dejar de ser envase de carne por ser cosa.

A la hora de los bifes, qué miedo señora. Entonces no voy a la carnicería: vendo la casa, que es lo único que tengo, y pago un aborto en cualquiera de las clínicas privadas de Tucumán que hacen abortos clandestinos para los que son más gente y menos carne.

Y la que no tiene qué vender termina colgando de una pata en la balanza, mirando que no tiene cielo.

4. La Cecilia y su marido

La conozco a la Cecilia de otros lados y otros tiempos de menos dolores. Ella y su esposo José miraron la balanza y vieron la niña, no la carne.

Se pusieron los guantes cuando todos los demás habían abandonado.

5. Todas y todos estamos en peligro.

La moraleja en este cuento es una advertencia moralina: todos estamos en peligro. Los que no tenemos un fondo de ahorro para abortos clandestinos en el banco; los que se apiadan de las niñas que no son carne; los que casi se apiadan pero no alcanzan a ponerse los guantes y cuántos otros y otras.

6. La niña y la niña

Desde hace un par de días no puedo pensar en mi hija sin que se me llenen los ojos de lágrimas. Porque yo no conozco a la niña, pero conozco a mi niña y ella y la otra las dos y todas deberían estar protegidas y resguardadas de la violación y de todos los otros ultrajes que vienen a continuación de la violación coital primaria.

Tan chiquitas ellas, la niña y la niña. Se me confunden las dos en el llanto que no dejo que salga porque no voy a dejar que salga porque no sé si es de miedo, de horror, de piedad, de amargura de qué este llanto de qué mierda y qué carajos.

Tan chiquita tan chiquita. Tan chiquita.

Indecentes. No han tenido piedad con ella.

No deberíamos tenerla con ustedes.


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