28 de diciembre de 2006

Parte del aire


Siempre estoy en algún lado. Si me buscan, me encuentran. Soy parte del aire.

El celular, el blog, el flog, skype. Creo que no estoy todavía en youtube (sí, lo escribo todo junto y con minúsculas porque youtube fue siempre un http. Antes que eso no era nada, no podía ser. Su nombre es el protocolo donde se lo encuentra. Como bakerstreet, la calle de los panaderos. Como El Mojón, el pueblo donde estaba el mojón que marcaría vaya uno a saber qué cosa). Pero no lo sé con certeza. Quizá ande por ahí una marianita bailarina. Una marianita de casamiento. Una marianita manifestando frente a la plaza.
Mi dirección postal sólo sirve para recibir las facturas de cuentas que tengo que pagar. Y no todas. Muchas empresas me informan sobre los vencimientos de deudas en la red, a través del banco. Apenas me estoy acostumbrando.
Soy de la rara especie (dentro de los de mi edad, claro) que todavía atesora papel impreso. De cualquier tipo. Libros, sobre todo. Pero también revistas o publicaciones esporádicas. Artículos que me gustaron y que quiero volver a leer en algún momento. Cosas sueltas, partituras. Fotos de la National Geographic. Pero cada vez guardo menos. He tirado este año recortes y piezas completas de publicaciones periódicas. Lo hice porque sus editores tienen un archivo disponible en la red. Si quiero volver a leer algunos artículos sólo tengo que hacer, a lo sumo, una lista para no olvidar los títulos. Después, teclear el nombre en la cajita de texto de un buscador y voilà, la nota. Me voy habituando de a poco a que el objeto de texto no necesariamente tiene que poder tocarse y olerse. No necesito las hojas amarillas para saber que es viejo (o el olor de la tinta fresca que me dice que recién sale de la cocina): en la pantalla me indican la fecha y a veces hasta la hora de publicación. No necesito ver las tapas o acariciar el papel para tener alguna idea sobre la cualidad económica del editor: tengo las referencias completas en un link en la página de consulta. Sibelius no sólo publica las partituras en la red, sino que además las lee por mí.
Todavía tengo un cuaderno. De esos con argollas en espiral. Creo que por eso posteo poco. En el cuaderno puedo dibujar a mano alzada. Puedo escribir cosas sueltas, en un instante. Olvidarlas después y volver a leerlas unos años más tarde. Con el asombro del tesoro reencontrado. Me fijo en la tinta que usé. Los colores. Las letras que se desdibujaron y alguna figura transparente de lápiz blando sin fijador.
¿A dónde irán a parar estos cuadernos del viento? Cuando cambie el software. Cuando se quemen las oficinas de Google, irremediablemente, bajo un rayo de tormenta. Cuando se reemplace toda la tecnología por toda otra tecnología. Cuando la tecnología que edita este blog muera bajo la espada impiadosa de cosas nuevas o peor, de cada vez más cosas nuevas.
Para Mora y para Sandino guardo mis cuadernos. Es lo que tengo para dar en herencia. (Morita, sé que vas a seguir siendo glotona, así que arreglá con el General para que te ceda los que vienen con recetas de cocina). Me pregunto si cuando lleguen a sus manos van a saber leerlos.

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